Del otro lado, un puñado de gente (indescriptible en su forma, inimaginable en su tamaño) alza sus cabezas impaciente en la oscuridad. Cristian espera esa señal, ese compás específico de la canción que viernes tras viernes lo habilita a cruzar el telón. Da un fuerte respiro y aparece en el escenario, mientras las luces siguen confundiendo colores y movimientos. Los aplausos se disuelven con el fade out de la música y ahora es solamente él en la inmensidad del proscenio. Los espectadores menos escrupulosos ocupan sus asientos y a Cristian lo penetra la magia del viejo club de comedia, ese aroma a tabaco y secretismo de sótano porteño a la medianoche. Las primeras gotas de monólogo caen suaves y salpican leves carcajadas. El show ha comenzado.
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